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Hemos iniciado este año con el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva ya en funcionamiento, aún cuando está en su etapa fundacional y su proceso organizativo llevará cierto tiempo. Ya ha sido elaborado el proyecto edilicio destinado a albergar sus actividades, que prevé la remodelación de la ex sede de las Bodegas Giol, en el Barrio de Palermo de la Capital Federal, con ampliaciones y obras nuevas que totalizarán más de 30.000 m2 de superficie cubierta. El explícito respaldo brindado por las máximas autoridades nacionales significa una ratificación de la voluntad puesta de manifiesto con la creación de este Ministerio. Para nuestra Ciencia y Tecnología, estas acciones significan avances que resultan promisorios, como en su momento lo fueron la creación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONICET), de la Secretaría de Ciencia y Tecnología (SECyT) que constituye la base del nuevo Ministerio, o de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (ANPCyT) que estaba a cargo del flamante Ministro, Dr. Lino Barañao, quien también ejercerá la coordinación con otros organismos, como los dedicados a las investigaciones industriales, agropecuarias, aeroespaciales o de energía nuclear (INTI, INTA, CONAE, CONEA) y la promoción de la investigación en los ámbitos públicos y privados.

Es de esperarse una incidencia inmediata de estas acciones en las universidades, particularmente las estatales. Según datos de principios de 2007, el 46% de los investigadores desarrollan sus actividades en las universidades públicas, el 35% en organismos públicos, el 13% en empresas privadas, el 4% en universidades privadas y el 2% en entidades sin fines de lucro. Para la misma época, el 41% de la inversión en investigación la financiaba el gobierno nacional, el 29% el empresariado, el 23% la educación superior pública, el 3% los gobiernos provinciales, el 2% las entidades sin fines de lucro, el 1,2% provenía del exterior y el 0,8% lo aportaba la educación superior privada. Las cifras referidas ponen de manifiesto el importante papel que los investigadores de las universidades estatales y los organismos públicos cumplen en nuestro país, que se acentúa por los reducidos porcentajes que ilustran la participación del sector empresario. Las empresas argentinas aún recurren muy limitadamente a los organismos estatales como proveedores de conocimientos y lo hacen requiriendo servicios o un estudio determinado, pero no asumen el financiamiento de la investigación. Esta práctica contrasta con la de los países centrales, en los que el sector empresario financia la mayor parte de las investigaciones.

Los objetivos trazados para el Ministerio se orientan a modificar esa situación. Seguramente, también deberá tender a revertir la escasa inversión en investigación y desarrollo que realiza nuestro país, que actualmente no alcanza al 0,5% del Producto Bruto Interno. Si las comparaciones constituyen referencias, vale expresar que Chile invierte más del 0,7%, Brasil supera el 0,9% y los países que se ubican en los primero planos están por encima del 2% ó 2,5%, encabezados por Japón, con el 3,2%. Argentina está en condiciones de recuperar sus niveles de producción científica de mediados de la década de 1960 e incrementar su cantidad y calidad de investigadores.

Como ha quedado expuesto, en Argentina la investigación científica se desarrolla principalmente en los ámbitos públicos, por lo que la definición de las políticas estatales son claramente orientadoras de los rumbos a seguir. Ni la ciencia ni la tecnología son “asépticas” ni se mueven en carriles ajenos a lo político. En esta perspectiva, es legítimo esperar búsquedas que aporten conocimientos para agregar valor a nuestras producciones y superar la actual condición de exportadores de “comodities”, detener la devastación del medio ambiente y contribuir a reconceptualizar las relaciones y recuperar el tejido social hoy fragmentado, entre otros aspectos.

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