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Por Mario Eduardo Corbacho

Acallados los clamores electorales y definida en las urnas la voluntad popular, queda ahora poner en obra –oficialismo y oposición-, aquellos programas de acción declamados en las tribunas partidarias.
Ha sido un lugar común en todas y en cada una de las candidaturas políticas de cada elección histórica, echarse un parrafito acerca de “la importancia de la educación”, del “valor de la instrucción y de “la construcción del futuro republicano sobre los cimientos de la escuela argentina”.
Los datos estadísticos posteriores, no han acompañado en la segunda mitad del siglo XX, a los esperanzadores textos de esos acartonados discursos previos.
El siglo XXI, que estrenamos con una crisis de espantosa complejidad todavía indescifrable, muestra estadísticas donde las acciones de la actual voluntad política quiere ser un reflejo –todavía pálido- de las propuestas viables en el ámbito educativo: los presupuestos en educación, ciencia y tecnología intentan, tímidamente, echar raíces más vigorosas en el futuro cercano.
La educación, como especial proceso social, es conducción, es juego de voluntades, es legitimación de poderes, es canal de movilidad.
La trama educativa supera, con profundidad oceánica, las propuestas simples, los oportunismos lineales y las vanidades de ciertos personajes públicos.
Con impávida declamación se nos quiso hacer fundir en sinónimos a la inclusión con la demagogia, a la equidad con el facilismo y a la justicia social con un vulgar y manoseado asistencialismo, donde no faltaron las cajas de PAN, los subsidios prebendarios ni el fútbol para todos.
Toda una generación de docentes está cansada de la espera.
Promesas incumplidas de cambios drásticos, resultaron ser un esperpéntico maquillaje pedagógico, ya sudado. Y con este imperturbable deterioro, la esperanza mortecina se sigue apagando.
Hemos llegado a un momento de extrema fatiga: la protesta cansa, las respuestas son ambiguas; somos culpables de omisión y sentimos que nuestra presencia y nuestra palabra comienza a ser anacrónica.
Esta arcana decadencia educativa, sin expresa mala voluntad, ha logrado teñir de negligencias, de contradicciones, de impotencias y de vacuidades al sistema en todos sus niveles y jurisdicciones.
Quienes han sido los causantes de esta profunda consecuencia, - a través de múltiples acciones, omisiones y distracciones históricas -, hoy no pueden ser responsabilizados porque han muerto, han dejado sus funciones o han diluido su participación en cada operatoria.
La declinación, la catástrofe y la ruina educativa argentina no se producen a la culminación de un período de ineptitudes ostensibles, sino que se inician ¡precisamente! en esos momentos en que nadie advierte que aquello que hace, omite, vota o disimula, es manifiestamente destructivo.
Degradar el acto educativo, sus circunstancias y sus personajes, fue una tarea de orfebres llevada tácitamente a cabo por décadas.
Cambiar los códigos morales tiene altísimos costos.
Apóstatas, contestatarios, disidentes, herejes y rebeldes de todas las épocas han abonado caro por el desacato: su prestigio, su estabilidad laboral, su libertad y hasta su vida, han sido los precios que han debido pagar.
Hemos llegado al Bicentenario queriendo relatar un pasado hipotético –que no fue-, y en esa tarea el ridículo se hizo palabra, queriéndonos adivinar un porvenir condenado al éxito.
No logramos comprender qué ha sido de nuestro fehaciente dominio académico, del prestigio continental de nuestro sistema educativo, de la excelencia mundial de nuestras universidades nacionales…
Nos exaspera esta decadencia y no alcanzamos a fijar el rumbo para que nuestra vigilia se asemeje a aquel sueño de Sarmiento, de Antonio Sáenz, de Joaquín V. González, de Alfredo Palacios, de Risieri Fondizi….
Hoy, miles de niños y jóvenes marginales yacen destruidos cerebralmente por el paco, dóciles al exterminio, sin rebeldía, sin desafío, sin futuro.
Hoy, miles de jóvenes de los estratos medios cabecean a la deriva, aturdidos por un consumismo necio alentado por las organizaciones del lucro prostibulario, del hedonismo sin objetivo, del relativismo abismal.
Mientras tanto, a nuestra escuela, se le exige que instruya académicamente, que alimente en los mediodías, que predique moralmente valores en los nadie cree, que oriente sexualmente con docentes desinformados y prejuiciosos…En fin, que sea aula, comedor, taller, templo, diversión y hogar.
¡Y a esa escuela todas las miradas la juzgan peyorativamente! Mientras tanto, el deterioro escolar sigue triunfando cotidianamente y sin obstáculos.
Nuestros alumnos, esos “nativos del presente”, están excesivamente permeables al ambiente que los cobija con sus valores hedonistas, narcisistas y materialistas.
Educar al soberano no es comprar su primer voto con punteros barriales.
Educar al soberano no es domesticarlo para la manifestación paga y el aplauso obligado.
Educar al Pueblo soberano:
es mejorar constantemente la calidad de lo impartido,
es atender a las múltiples necesidades de las poblaciones más vulnerables,
es fortalecer la escolarización pública en cada uno de sus niveles,
es superar las deficiencias: en el ingreso al ejercicio de la docencia, en la infraestructura escolar, en la cobertura de los cargos, en el régimen jubilatorio…
Nuestra educación sigue siendo pensada y administrada como: compensadora de desigualdades materiales y como: proveedora de recursos, pero muy poco se la ha propuesto como: promotora de políticas de inclusión concretas y mensurables.
No es posible responder pedagógicamente a la pregunta acerca de qué hay que enseñar y cómo hay que hacerlo, si no hemos respondido socialmente antes: cómo queremos vivir.
Un nuevo período presidencial, el séptimo desde el retorno pleno de las instituciones republicanas, ha sido avalado mayoritariamente por la ciudadanía.
No es escaso el compromiso contraído para los próximos cuatro años por el oficialismo triunfante y por las minorías dispersas y sonámbulas. La agenda educativa espera ser atendida prioritariamente.
Quienes hacemos de la transmisión del conocimiento nuestra profesión, seguiremos alentando cada paso -democráticamente decidido- por el Poder Ejecutivo y por el Poder Legislativo, en la recuperación de nuestra civilización educativa perdida.
Seguiremos, también, denunciando cada acto de barbarie…”hasta que un día no tenga sentido decir mañana”.
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