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Por Mag. Mario Eduardo Corbacho.

En recalentados tiempos electorales y de sabrosos escándalos mediáticos, como los que estamos viviendo, escribir algunas líneas sobre la calidad en la formación de los educadores y sus costos, resulta –cuanto menos- ingenuo.
Confieso comprender que no es éste un tema que movilice al electorado dubitativo, ni que pugne por conseguir minutos en la televisión abierta, ni que genere histéricas cadenas de unión en las redes sociales del ciberespacio…Pero desde la Sociología es posible hacer algunas observaciones, posiblemente tendenciosas.
El ejercicio de la docencia siempre ha sido una experiencia de resultados inciertos.
Desde su más tierna infancia nuestros hijos y nuestros nietos –tal como lo fuimos nosotros, nuestros padres y nuestros abuelos hace décadas- son expuestos en ámbitos supuestamente acondicionados y controlados por personal supuestamente adiestrado. Allí pasarán aproximadamente unas veinte mil horas académicamente reglamentarias, en compañía de sus pares etarios. Es así que ingresan al sistema educativo con pañales y chupete y egresan del mismo con pareja e hijos…quienes repetirán el ciclo, con algunas breves e inocuas variantes.
De poseer la clarividencia de conocer los resultados finales de muchas experiencias educativas, algunos de nuestros infantes serían menos dóciles a la hora de ser depositados por sus padres en las guarderías. Pero ni padres ni hijos tenemos demasiadas opciones.
Si está legislada la regulación de la calidad en el comercio, en la industria, en el trasporte, en la caza y en la pesca…y hasta en los rituales alimenticios de ciertos credos, ¿Por qué la prestación educativa que efectivizamos los docentes cotidianamente, no debería pasar por algunos controles de calidad? ¿Por qué es que aún dudamos acerca de ese indispensable tamiz como herramienta de mejoramiento?
Resulta evidente que evaluar desempeños –en cualquier área y función- es una tarea compleja, poco gratificante y sobreexpuesta a impugnaciones, descontentos y agresiones. En el ámbito educativo de una república la presencia y la acción de las evaluaciones docentes debería ser un instrumento indispensable para identificar errores, corregir carencias y excesos y orientar comportamientos según metas consensuadas.
Nos toca ejercer la docencia en este siglo XXI, que arrastra por momentos y revienta por los aires en otros, a los equipajes y abalorios de un complejo y contradictorio siglo XX. Siglo pasado que estuvo impregnado de expectativas desmedidas, de odios inauditos, de esperanzas acalladas y de desalientos múltiples.
Hemos transitado, -políticos, padres, docentes y alumnos-, en una breve centuria, un laberíntico itinerario que nos llevó desde una disciplina prusiana a un laissez-faire globalizado y de un enciclopedismo iluminista a un “recorte y pegue virtual” sin mayor motivación para el alumno que zafar académicamente el año…y en la mayoría de los casos con la complicidad - por acción u omisión- de los padres y de los docentes responsables.
Debería quedar flagrante el círculo virtuoso-vicioso que indica:
El sistema educativo no irá más allá del punto al que lleguen sus actores principales: docentes, alumnos y políticos.
Los alumnos de cualquiera de los niveles y jurisdicciones, no serán mejores que los docentes que los conducen.
Los políticos que legislan sobre educación no irán más allá de lo que sus electores le permitan y esperen...Electores que son padres, docentes y alumnos.
Hoy el contexto es difícil…Sinceramente estimo que siempre lo fue.
La diferencia es que en otros tiempos la decisión acertada fue tomada y practicada. Es así como se asumieron los riesgos en 1884 al postular una educación gratuita, obligatoria, gradual y laica, promulgándose la Ley 1420, -lamentablemente hoy sin ámbito de aplicación-. En su texto se explicita que los docentes primarios eran evaluados con los estándares de la época.
Reitero, no es fácil la experiencia docente y posiblemente nunca lo haya sido.
La tradición nos relata que en el siglo IV a.C. Sócrates fue condenado al suicidio por una mala evaluación docente de sus detractores.
Dos mil quinientos años más tarde, los docentes debemos ponernos al frente de un aula superpoblada, con alumnos carentes de contención afectiva, con insuficiencia nutricional y en espacios arquitectónicamente mal diseñados y peor mantenidos.
¿Hemos sido preparados para ello? ¿Lo estarán nuestros sucesores?
¿Qué hacer o decir ante agresiones físicas o psíquicas incontrolables en el aula o en los recreos?
¿Qué actitud tomar ante una alumna adolescente adicta, embarazada y con padres golpeadores o presos?
¿Qué respaldo legal, moral y profesional tiene un docente ante las denuncias infundadas expuestas por unos padres “pudientes” al representante legal de una escuela de “elite”?
¿Qué grado de exigencia moralmente aceptable puede ejercerse sobre un docente-taxi sobrecargado de horas, para que se perfeccione y actualice?
Observando los resultados, y después de cuarenta años al frente de las aulas, creo sinceramente:
que el experimento educativo podría haber salido mejor.
que las expectativas puestas en la educación, no han sido suficientemente satisfechas.
Pero como todo acto, pensamiento y sentimiento humano es perfectible, abrigo la muy secreta –y cándida- esperanza de que nuestro sistema educativo mejore a partir de sus más tiernos y vulnerables actores: los pequeños de las guarderías y sus profesoras iniciales. Y a partir de ese tímido comienzo, seguir avanzando por los empinados escalones del sistema, hasta llegar a una universidad que pueda compartir la mesa de los mejores e incluya en sus aulas, laboratorios y bibliotecas a las mayorías, hasta hoy ajenas a estos claustros.
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