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Por Mg. Mario Eduardo Corbacho – Director de Estudios - UNMDP

Miles de escenas violentas y en ocasiones, extremas, irrumpen a través de los canales de televisión abierta, de cable y del Internet.
El fenómeno obsceno, - dándole a esta palabra su más amplio sentido de repulsivo desde el punto de vista moral -, está al alcance de todos, sin distinciones de edad, sexo, estrato social o nacionalidad.
Desde 1975, los estudiosos del arte cinematográfico indican la aparición del fenómeno “snuff”.
Esto es, las primeras películas en las que se desliza, - desde la ficción hacia la realidad -, la aparición con fines comerciales, de escenas de humillación, sufrimiento, violación y muerte.
En el 2000, aparecen las primeras filmaciones de soldados rusos que mostraban los horrores de la guerra en Chechenia.
En el 2003, soldados norteamericanos, filman escenas de humillaciones a los prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Grhaib… El video de tales imágenes aberrantes está hoy en varios sitios de Internet.
Desde 2004, grupos extremistas islámicos difunden filmes macabros sobre torturas, vejaciones múltiples y degüellos de prisioneros occidentales, acompañados por declaraciones ideológicas acerca de sus motivaciones.
El 31 de diciembre de 2006, el ajusticiamiento de Sadam Huseim en la horca es transmitido por la TV iraquí. El entonces presidente de los EEUU, George Busch, aplaudió el acto y su exposición pública. El video continúa en la Red.
El tradicional horror artístico de las ficciones literarias y pictóricas, se ha desplazado – obscenamente - hacia el horror real.
Aquel arte permitió - por milenios - favorecer nuestra creación intelectual, predecir nuestro destino, imaginar mundos y regular nuestras pasiones.
Hoy, este dudoso arte de la muerte como espectáculo, de los videos que nos vomitan la realidad en estado bruto, sin mediación, nos lleva a desembocar en una sociedad de indiferencia, en la que nadie se preocupa por el destino del “otro”, donde ese mismo concepto de “otro”, de “igual”, de “prójimo”, queda vacío, hueco de sentido.
La crueldad consiste en hacer el mal deliberadamente, con deleite.
Hay un siniestro paralelismo entre quien ejerce esa crueldad sobre el otro y la negación de uno mismo como ser humano.
La reducción del humano al nivel de objeto, impide cualquier intento de compasión.
La difusión masiva de agresiones corporales intencionales para entretenimiento del público:
¿forman parte de nuestra libertad de información?
¿hay necesidad de mostrarlo todo, de hacer partícipes a espectadores anónimos: de vejaciones, de actos de crueldad, de sufrimientos atroces?
¿se impone algún límite a nuestro derecho a saber, a estar informados?
Los medios de comunicación nos “acostumbran” a participar pasivamente del sufrimiento ajeno, y con nuestro silencio avalamos esa crueldad inflingida en el cuerpo de los otros.
La indiferencia se eleva a la categoría de valor, porque un exceso de tolerancia ha favorecido la imposibilidad de penetrar en la desgracia del otro. Nos incapacitamos para compartir su sufrimiento.
Peor aún:
Ciertos discursos políticos y sociales, alimentados con la ausencia de actos concretos, facilitan que espiemos, con lágrima fácil y espurios fines comerciales, a la desdicha ajena.

El sensacionalismo usa a la víctima y a su dolor, para sus propios fines económicos o electorales.
¿Cómo seguir hoy apostando por la Igualdad, en una sociedad regida por el autoritarismo de la imagen y del mercado y donde la reflexión racional tiende a extinguirse en la marea de la indiferencia?
En Occidente, la libertad de expresión ha fijado su frontera en la Igualdad humana.
Se repudia todo tipo de denigración a través de la exposición de opiniones racistas, xenófobas, infamantes, discriminatorias…
Pero, para la libertad de información hemos diseñado unos límites más borrosos.
Las víctimas son –generalmente- un instrumento redituable de las corporaciones informativas, que lucran con el dolor y con el desasosiego de aquellos que sufren y de aquellos que asisten – impasibles – frente a cada pantalla.
Ante un mundo que exige saberlo todo, como derecho secularmente adquirido y con un visceral repudio a la censura, se alza la irrenunciable necesidad de dignificar la intimidad de cada persona, su integridad física, intelectual y moral y su derecho personalísimo a que sea respetado su dolor y su sensibilidad.
¿Brindaremos plena satisfacción a ambas requisitorias en nuestro mundo tecnificado y escandalosamente corrompido?
¿Es responsabilidad de la Comunidad Universitaria darle un sentido trascendente al bastardeado concepto de Igualdad?
¿Formalizamos los ciudadanos universitarios algún compromiso, cuando declamamos en el Himno el principio de “la noble Igualdad?
Cada vez que no nos identificamos con el “otro”, cada vez que lo hacemos “objeto” de nuestra agresión y cada vez que ignoramos su presencia y su dolor, estamos negando a la Igualdad como principio rector de nuestro comportamiento republicano.
¡De eso estamos hablando!
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