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Por Lic. Mario Eduardo Corbacho – Sociólogo UBA –
Profesor Regular UNMDP -


La reciente autorización judicial en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires para la celebración del primer matrimonio civil entre dos personas del mismo sexo, ha generado una evidente ¡y muy lucrativa! polémica.
Los argumentos esgrimidos por las partes en conflicto tienen un alto contenido emotivo con escasa sustentación jurídica y sociológica. Porque de eso se trata la familia: de una relación sexual socialmente aceptada por la comunidad en la que se formaliza dicho vínculo, con el fin de socializar a los nuevos miembros que en ella nazcan o que a ella se incorporen.
En varias presentaciones públicas, los defensores del matrimonio homosexual han indicado la desigualdad - especialmente en el tratamiento económico, de beneficios sociales y sucesorios - entre los miembros de la sociedad conyugal (matrimonio civil) y los miembros de la denominada “unión civil”, que es una figura jurídica relativamente nueva y presente solamente en algunas jurisdicciones.
Los detractores de la nueva forma matrimonial recientemente autorizada, - y de la que la Argentina es extrañamente pionera -, fundan la mayoría de sus argumentos en sentimentalismos cargados de moralina pseudoreligiosa y en cierta dosis de hipócrita censura laicista.
Si llevásemos al extremo los argumentos acerca del cercenamiento de los derechos humanos en aquellos casos en los que se impide la unión matrimonial entre individuos del mismo sexo, podríamos redoblar la apuesta y presentar un proyecto de ley ante el Congreso de la Nación, que permitiese el matrimonio poligínico, como lo aprueba el Islam para los hombres musulmanes desde hace siglos o la desacostumbrada práctica decimonónica masculina de los mormones.
Y estando en plena temporada de defensa de la equidad y de la igualdad de derechos de género, también podría proyectarse otra ley que permitiera el matrimonio poliándrico, tal como se estilaba en algunas pequeñas comunidades tradicionales rurales de Asia y de la América pre-colombina.
Para mayor asombro y escándalo, podría incluirse otra propuesta legislativa que autorice, - como parte de las celebraciones del Bicentenario-, el matrimonio grupal, esto es, varios cónyuges de ambos sexos, conviviendo juntamente con su prole en una relación sexual, - jurídica y socialmente aceptada -, con derechos y obligaciones mutuas, rememorando así a las comunidades hippies californianas y europeas de los sesenta y los setenta, pero esta vez con una legislación progresista de un Estado de Bienestar sudamericano, que los proteja, asista y estimule.
Tales disquisiciones, - que si bien podrían ser tildadas de ilógicas, capciosas o antojadizas -, estarían dentro de las posibilidades del disparatado realismo mágico en el que se desarrollan nuestras atribuladas existencias.
Nuestra cultura, que es ese aparato instrumental, ese alambicado artificio a través del cual continuamos superando históricamente los obstáculos de la naturaleza para sobrevivir, está conformada básicamente por valores y por normas. Dos valores son esenciales y han constreñido los comportamientos del hombre y de la mujer occidentales durante los últimos milenios: el matrimonio monogámico y la propiedad privada.
Al alterar estos fundamentos del edificio construido por la mente y la voluntad humanas, toda la compleja estructura milenaria se pone en riesgo. Su vulnerabilidad alcanza hoy fronteras de difícil supervisión. El peligro nos acecha cuando no se proponen senderos alternativos para esta marcha de cambios rotundos que el siglo XX ha inaugurado.
Hace algo más de cien años, el escritor Oscar Wilde fue oprobiosamente condenado a prisión, por haber hecho pública su opción sexual en una Gran Bretaña victoriana, puritana y mojigata.
No está hoy en discusión la dignidad ni la validez del libre ejercicio adulto de la sexualidad ni de la genitalidad humanas.
Es muy preocupante sí, que solamente puedan ser esgrimidos hasta ahora endebles argumentos económicos y melodramáticos, ante estos abismales cambios a los que cándida y festivamente nos asomamos.
Una obstinada necedad - por impugnar unos y por alegar otros -, nos instala en un presente de desazón. Eso nos configura a corto plazo un futuro huraño, en el que las nuevas generaciones deberán intentar responder enigmas inauditos que pondrán a prueba su misma supervivencia.
Reconozcamos que el antagonismo está alojado y que llegó para quedarse. Es responsabilidad de los contemporáneos superar las estériles discusiones sobre bases, - dogmáticas unas, frívolas otras - y percibir que toda vehemencia es inconducente a la hora de decidir acerca del futuro de la especie sobre el planeta. Porque de eso se trata, - ni más ni menos -, la muy humana institución del parentesco.
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