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Cuando nos detenemos en el panorama que presenta el campo de la escritura tanto en nuestro país como en Europa y Estados Unidos en este principio de siglo, nos encontramos con varias transformaciones importantes. Por un lado se advierten cambios notables tanto de las formas ficcionales de narrar –que, por un lado, se han orientado casi infaliblemente a las reescrituras, sobre todo de géneros populares y, por el otro, se han prodigado en las llamadas escrituras del yo- como de aquellas vinculadas con la narración de la historia. Asimismo, tras la ruptura epistemológica determinada por el pensamiento de Marx, Nietzsche, Freud y Saussure, se han producido nuevas rearticulaciones en relación con los vínculos tradicionales entre literatura, filosofía y ciencia. Aunque, en rigor, deberíamos hablar de deslizamientos y borramientos de fronteras decisivos, ya que, por lado, el filósofo norteamericano Richard Rorty llegó a afirmar en la década del 80 que “no hay diferencia significativa entre tablas y textos, protones y poemas” y, por el otro, Gilles Deleuze manejó como noción capital dentro su pensamiento ontológico la noción de “cuerpo sin órganos” de Antonin Artaud.
Como consecuencia, se nos ofrece una perspectiva totalmente diferente de la que se percibía a comienzos y hasta más o menos mediados del siglo XX, en que, por un lado, teníamos a los autores de la gran narrativa modernist –según la denominación anglosajona y entre quienes cabe citar a Joyce, Proust, Kafka, Virginia Woolf, Musil, Broch, Céline y Beckett- y sus seguidores; por el otro, se había producido la consolidación de una forma “científica” de contar la historia y, por fin, existía un conjunto de teorías literarias vinculadas prioritariamente con algún paradigma de conocimiento: la lingüística, el psicoanálisis, la sociología y la fenomenología o la hermenéutica filosófica. Dicha perspectiva diferente está íntimamente relacionada, para nosotras, con la transformación filosófica, científica, artística y cultural que se ha dado en llamar posmodernidad.
No es nuestra intención detenernos aquí en la polémica en torno de la posmodernidad –que ha tenido singular virulencia en las décadas del ochenta y el noventa en el campo europeo y estadounidense y que en nuestro país se ha intentando zanjar a través de un rechazo unilateral e ideologizado por parte de una buena porción de la intelligentsia- pero sí determinar nuestra postura al respecto.
Como lo han expuesto y demostrado diversos pensadores, a partir del pensamiento de Nietzsche se desarrolla una línea filosófica que, siguiendo un derrotero básicamente antidialéctico –en el sentido de oponerse tanto al gesto de reconciliación de los opuestos en una síntesis superadora que cierra la oposición como a la negatividad que entraña- y anticartesiano –en el sentido de desestimar a la razón como sustento radical del sujeto, entendido éste como cognoscente- marca un cambio tanto en la concepción de la escritura como en la del sujeto y el lenguaje.
Pero al llegar a fines de los años sesenta, a esta tendencia antimetafísica del pensamiento se le suma el efecto acumulado de una serie de fenómenos que remiten a desarrollos de la ciencia, la sociedad y la cultura, que van desde la teoría de la relatividad de Einstein a la catástrofe de Chernobyl y desde los totalitarismos –sea el nazismo o el stalinismo- a la represión comunista de la Primavera de Praga.
Estos tres factores en conjunción producen un estremecimiento general de las estructuras que sustentaban al pensamiento, la ciencia, el arte y la sociedad desde la modernidad, lo que da origen a un momento cultural que se dio en llamar posmodernidad y que plantea una nueva concepción del sujeto, la racionalidad, el tiempo, el conocimiento y la sociedad.

Mag. Cristina Piña, Mag. Ana María García, Dra. Sandra Jara, Mag. Clelia Moure y Lic. Cecilia Secreto. Grupo de investigación “Escritura y productividad”. Facultad de Humanidades

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